jueves, 14 de marzo de 2013

“El científico no estudia a la naturaleza porque sea útil. La estudia porque le deleita, y se deleita en ella porque es bella.”


[…]La ciencia se ha vuelto tan importante que hoy se considera a la “alfabetización”, o ilustración científica, como elemento indispensable de la ilustración cultural global, si no es que es equivalente a ella. 

[…]A pesar de la sinceridad y los esfuerzos de maestros y administradores, las reformas educativas no han resultado efectivas. Claro, puede que ahora el público sea más sensible que hace cuarenta años a algunos problemas relacionados con la ciencia, las armas nucleares, la guerra contra el cáncer, o las computadoras, pero el conocimiento actual que tiene de los hechos y principios que subyacen a tales problemas, no es mejor que el que tenía antes de la guerra. 

Al usar cualquier parámetro razonable nos damos cuenta de que somos todavía una nación de iletrados científicos, lo cual ha llevado a algunos educadores a sugerir que pronto habrá carencia de científicos e ingenieros profesionales. 

Una amenaza aún mayor, dicen los críticos, es el prospecto de que, a menos de que todos los ciudadanos estén científicamente ilustrados, serán incapaces de participar inteligentemente en una sociedad tecnológica y de llevar a cabo sus labores en forma competente. 

Durante las últimas décadas, el sistema educativo ha recibido numerosas críticas, algunas merecidas, pero en esta ocasión los críticos están equivocados. Porque, por herético que pueda sonar, obligar a todos los alumnos de enseñanza básica y media a llevar cursos de ciencia, no importa qué tan cuidadosamente diseñados estén, no producirá una sociedad científicamente letrada. 
Y aún peor, el razonamiento que busca justificar dicha alfabetización está equivocado: la ilustración científica generalizada no es esencial para desarrollar un electorado inteligente, para mantener una fuerza de trabajo en ciencia e ingeniería, ni para preparar a la gente para la vida en una sociedad cada día más tecnológica. Claro, debe enseñarse ciencia en la escuela, y debe enseñarse con los mejores métodos y equipo que tengamos a nuestra disposición, pero por razones distintas. 

¿Qué queremos decir, realmente, cuando hablamos de ilustración científica? 
Aunque no existe una definición clara y aceptada ampliamente, es justo decir que el individuo científicamente ilustrado cae en algún sitio entre dos extremos. 
En uno se halla el hombre o mujer que entiende los fundamentos, el estado actual y la mayoría de los problemas importantes de al menos las ciencias físicas y las de la vida. Esta comprensión no necesita ser operativa; es decir, para ser científicamente ilustrado uno no necesita ser capaz de realizar investigación ni resolver problemas en ese campo. Pero uno debería ser capaz de hacer lecturas productivas, con conocimiento de causa (incluyendo algo de la literatura técnica), y mantener discusiones inteligentes sobre temas relacionados con dichas disciplinas. Juzgados de acuerdo con estas medidas, pocos entre nosotros, incluso entre los científicos e ingenieros, podríamos considerarnos como letrados o ilustrados, lo cual sólo quiere decir que el criterio es demasiado exigente, no que dicha ilustración sea indeseable. 
En el otro extremo se halla el individuo que ha adquirido un amplio vocabulario de términos técnicos, quizá de memoria, y una breve definición de cada uno. 

Aquí la noción de ilustración o alfabetización tiende a volverse un poco vaga. Una cosa es reconocer un término técnico al leer o escuchar a alguien hablar sobre temas científicos, y quizá de este modo sentirse menos excluido de la ciencia. Pero otra muy diferente es apreciar el significado de tales términos y ser capaz de emplearlos en un discurso significativo. El simple reconocimiento no puede equipararse con la comprensión. 

Consideremos, como ejemplo de lo difícil que es definir la ilustración científica, el tan citado criterio para medirla la segunda ley de la termodinámica. Hace tres décadas, el físico C. P. Snow sugirió que estar familiarizado con dicha ley sería equivalente a haber leído una obra de Shakespeare. Usando el criterio de Snow, debería esperarse que una persona científicamente ilustrada supiera no sólo que la segunda ley es uno de los conceptos científicos más importantes, sino también que afirma que el calor no puede pasar, sin ayuda, de un cuerpo frío a uno caliente, y que de esto uno puede concluir que, debido a que el universo no es reversible, su entropía debe estar aumentando. Es seguro decir que tal comprensión satisface en alto grado la definición de ilustración científica de Hirsch, pero plantea más interrogantes de las que contesta. 

¿Qué son, después de todo, la termodinámica, el calor, la entropía y los procesos reversibles? ¿Por qué se considera más importante la segunda ley que la primera, que afirma que la energía total del universo permanece siempre constante? ¿Y qué puede decirse de las consecuencias de la segunda ley? ¿No debería un individuo científicamente ilustrado comprender que la entropía es una medida del orden de un sistema y que, una entropía siempre en aumento significa que el universo tiende a un mayor desorden, o que se va gastando? ¿Que el concepto de entropía nos proporciona una flecha del tiempo, por así decirlo, y que nos permite registrar el pasado pero no el futuro (observación probablemente tonta para la mayor parte de la gente, pero que tiene profundas implicaciones filosóficas)? ¿Dónde detenernos? ¿Deberíamos esperar que una persona científicamente ilustrada sepa que los organismos vivos parecen desafiar el principio del aumento de entropía porque aparentemente tienden a un mayor orden? ¿Pero que al analizarlos más detenidamente, la entropía del sistema total que mantiene al organismo, incluyendo su fuente de alimentos y su ambiente, en realidad aumenta? Incluso en este punto, hay muchas más cosas que esperaríamos que supiese el individuo científicamente letrado: por qué la comunidad científica tiene confianza en las leyes de la termodinámica; cómo las leyes se aplican a problemas prácticos en virtualmente todas las ciencias naturales e ingenierías (metabolismo celular, pérdida de calor en motores, corrosión de metales); y cómo nos dejan una advertencia práctica: ten cuidado con quienquiera que trate de venderte algo que parezca una máquina de movimiento perpetuo. 

El punto es que en ciencia hay mucho más detrás de las ideas, de lo que puede transmitirse mediante una simple definición. Conceptos como la segunda ley de la termodinámica no pueden tratarse aislados; saber cómo se interrelacionan con otros hechos y principios es esencial si se quiere ser verdaderamente ilustrado. 

[…]Incluso si fuera posible lograr una amplia ilustración científica, ésta no es ni remotamente tan esencial para tener éxito en el siglo xx como se cree comúnmente. 

[…]Si la ilustración científica amplia no es necesaria para una ciudadanía responsable, para el éxito económico, para mantener una reserva de científicos, ni para usar máquinas, ¿hay algo que pueda decirse a su favor? Sí lo hay, y puede rastreárselo hasta las ideas propugnadas por científicos del siglo XIX, como el biólogo Thomas Huxley y el matemático Jules Henry Poincaré. 
Los estudiantes tendrán la mayor ganancia, dijeron Huxley y Poincaré, si estudian ciencia principalmente por los valores estéticos e intelectuales que ofrece. “El científico no estudia a la naturaleza porque sea útil”, escribió Poincaré en El valor de la ciencia, publicado en 1907. “La estudia porque le deleita, y se deleita en ella porque es bella.” Aunque la idea de Poincaré no fue muy ampliamente aceptada cuando la propuso por primera vez, tal vez hoy su momento ha finalmente llegado. 

Durante sus primeros encuentros con la ciencia al observar fuego, luz, magnetismo, cambios químicos, animalitos, los estudiantes casi siempre se muestran fascinados y curiosos. Luego, conforme pasa el tiempo, y conforme los cursos de ciencia van poniendo cada vez más énfasis en la memorización, los datos y el estudio de temas en los que el estudiante no tiene ningún interés personal, la magia se agota y es reemplazada por el aburrimiento o, peor, el rechazo abierto. Puede hallarse evidencia de esta alienación inevitable en cada aula de ciencias de bachillerato. 

Quizá aquí hay una lección. Si el sueño de la ilustración científica yace ahora en pedazos es porque era un sueño imposible desde un principio. Reconocer esto podría permitirnos fijar una meta que parece menos ambiciosa pero que, a la larga, es más prometedora. ¿No es más deseable nutrir la apreciación de la ciencia y por tanto mantener abierta para algunos individuos la posibilidad de la ilustración completa que forzar el aprendizaje de hechos y fórmulas y por tanto inculcar un rechazo hacia la ciencia que probablemente garantice la ignorancia de por vida?

Morris Shamos. 
Revista The sciences, de la Academia de Ciencias de Nueva York (vol. 28, no. 4, págs. 14-20, julio-agosto de 1988). Traducción de Martín Bonfil Olivera.

Morris Shamos (1917-2002) fue profesor emérito de física en la Universidad de Nueva York y presidente de la Asociación Nacional de Profesores de Ciencia y de la Academia de Ciencias de Nueva York. Escribió, junto con Mary Budd Rowe, el libro The Myth of Scientific Literacy (El mito de la alfabetización científica), publicado por Rutgers University Press en 1995.

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