viernes, 6 de noviembre de 2015

Modelos atómicos


En el siglo V antes de Cristo, Leucipo de Mileto y Demócrito; su discípulo más aventajado, considerado por muchos como el padre de la ciencia moderna, ambos filósofos y matemáticos nacidos en Tracia, fundaron la escuela atomista, según la cual los átomos serían una colección de partículas materiales indestructibles y carentes de atributos, cuyas distintas mezclas, o aleaciones, compondrían la materia constituyente de los diferentes cuerpos existentes.
Esa fue la primera vez que, tras casi doscientos mil años de existencia, nuestra especie, el homo sapiens, se plantearía la necesidad filosófica de comprender la esencia material de los elementos naturales, desmenuzándolos en trozos, cada vez más pequeños, hasta alcanzar sus más ínfimos e indivisibles componentes, a los que llamaron entonces “a-tomon”, palabra griega que más tarde dio lugar al vocablo latino “atomum”, que significa “sin cortar”, “sin partes”, o más exactamente, “indivisible”.

Un siglo después, otro griego insigne, nacido en la actual Macedonia; el gran polímata Aristóteles, discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, rechazó de plano la teoría atomista y la refutó argumentando la lógica imposibilidad de existencia de vacío entre partículas elementales que, según él, de haber existido, implicaría una consecuente discontinuidad irracional en las esencias constituyentes de la materia. En otras palabras: Aristóteles estaba convencido de que la materia existía de forma continua y, por tanto, era imposible fraccionarla en partes fundamentales e indivisibles.

A pesar de las objeciones a la filosofía de Aristóteles por parte de otros eruditos de la época, como Anaxágoras, Empédocles o Epicuro entre otros, que afirmaban que la materia sí está constituida por partículas elementales, a las que ellos llamaban Homeomerías y, por tanto, que  la realidad provendría de dos esencias constituyentes que serían por un lado las distintas combinaciones de diferentes átomos que gozarían de determinadas formas, extensiones y pesos y por otro el vacío, que sería el espacio necesario en el seno del cual esos átomos podrían existir y combinarse. A pesar de ello, como decimos, la fuerte influencia de la escuela aristotélica hizo que la acertada teoría atomística fuese relegada al olvido durante casi dos mil años. 

Y no fue hasta finales del siglo XV, gracias a Giordano Bruno (quien afirmaba que la materia está compuesta por átomos esféricos distribuidos entre intersticios vacíos y permeados por fuerzas espirituales que los animarían) y poco después a Pierre Gassendi (sacerdote católico que reconcilió el atomismo con el pensamiento cristiano, rivalizando con René Descartes, quien, como Aristóteles, seguía afirmando que el espacio debía estar lleno de un modo continuo) que la teroría atomística logró resurgir con fuerza.

Posteriormente Galileo Galilei, Robert Boyle y el mismísimo Isaac Newton, defendieron también la teoría atómica y sentaron las primeras bases científicas sobre la naturaleza corpuscular de la materia.
En 1758 Ruggero Giuseppe Boscovich, un sacerdote croata al que apasionaban las matemáticas, unió las ideas de Newton y Leibniz y concibió una teoría sobre fuerzas atractivas y repulsivas, que publicó en su obra Theoria Philosophiae Naturalis, en la que proponía la existencia de, las que él denominó, “unidades primarias de materia”; puntos sin extensión, poseedores de inercia, que no serían sino átomos puntuales.
Durante los siglos XVIII y XIX científicos del renombre de Cavendish, Laplace, Humphrey Davy y Priestley se sintieron interesados por el trabajo del sacerdote croata y otorgaron relevancia a la teoría atomicista. Este hecho llevó a Lavoasier, el que hoy es considerado padre de la química moderna y especialmente recordado por su famoso enunciado “la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma” a completar los trabajos de estos científicos y a proponer una primera tabla periódica, muy básica, en la que ordenó las sustancias conocidas hasta entonces. 

En 1808 John Dalton (que adolecía de la alteración genética que impide discernir a las personas que la padecen entre los colores verde y rojo, y de quién procede, por cierto, el conocido epónimo “daltonismo”) nacido en el seno de una humilde familia cuáquera, estudió matemáticas desde muy niño en la escuela local, llegando a dominar los guarismos hasta tal punto que, a sus doce años de edad ya daba clases particulares a otros niños cuáqueros y cobraba por ello para colaborar con la economía familiar. Sin embargo, cuando tuvo la edad adecuada para ello, no le fue permitido recibir ninguna enseñanza superior reglada, debido a su patente disidencia con las creencias religiosas de su comunidad, por lo cual hubo de dedicarse toda su vida a enseñar matemáticas en diferentes academias, ejerciendo como profesor particular.
Dalton reinterpretó las leyes ponderales, que rigen el comportamiento de la materia en los cambios químicos en función de la masa de las sustancias que participan, basándose en la discontinuidad de la materia. Y postuló que: 
  1. Los elementos están constituidos por átomos hechos de partículas materiales separadas e indestructibles.
  2. Todos los átomos de un mismo elemento poseen las mismas masa y demás cualidades
  3. Los compuestos se forman mediante la unión de diferentes átomos.
Otros físicos y químicos como Avogadro, Mendeléyev, Thomson o Jean Baptiste Perrin, continuaron escrutando, mesurando y catalogando átomos, tratando de elucidar la estructura interna de los mismos durante el resto del siglo XIX.  Hasta que, por fin, en 1911, Rutherford, mediante su famoso experimento, en el que lanzaba partículas alfa contra una lámina de oro, logró demostrar fehacientemente la existencia de una minúscula y densa estructura nuclear interna, constituida por partículas positivas aglomeradas en el centro del átomo, que serían orbitadas a distancia por los electrones negativos.


Luego Niels Bohr, en 1913, conjugando la Teoría de Cuantización de la Energía de Max Planck, (hoy llamada mecánica cuántica) con el efecto fotoeléctrico de Einstein, concluyó que las regiones en las que habitan los electrones alrededor del átomo estan cuantizadas y, por tal motivo, éstos solo pueden encontrarse en determinadas zonas, entre las que pueden saltar solo al emitir o absorber fotones cuyas energías concretas se les sumarían o restarían para mantenerlos en dichas órbitas o niveles estables.
El modelo de Bohr fue ampliado tres años después por el alemán Sommerfeld, quien afinó más aún, razonando que existirían asimismo varios subniveles en cada uno de dichos niveles u órbitas a partir de la segunda de ellas.

En 1926 el modelo atómico fue de nuevo actualizado por Erwin Schrödinger quien, basándose en la tesis del príncipe frances Louis de Broglie sobre la naturaleza ondulatoria de la materia y la dualidad onda-corpúsculo, formuló su famosa ecuación, en la que describía a los electrones mediante una función de onda que representa la probabilidad de encontrarlos en regiones determinadas del espacio alrededor del átomo, a las que llamó orbitales.

Por último, en 1930, Paul Dirac y Pascual Jordan, basándose en el trabajo de Schrödinger, elucidaron una descripción cuantico-relativística del electrón y postularon la existencia de la antimateria, lo que sirvió de base para que en los años siguientes se llegase a constatar el cuarto número cuántico, esto es el espin electrónico, formalizándose así la Teoría de la Electrodinámica Cuántica actual.



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