lunes, 29 de julio de 2013

¿Qué es un agujero negro?



Los “agujeros negros”, también conocidos como “hoyos negros” (por su traducción del inglés “black holes”), son los objetos más extraños y espeluznantes de cuantos existen en nuestro universo conocido. De hecho, algunos científicos, los han llamado “estrellas congeladas”, e incluso de forma aún más terrorífica: “ojos del diablo”.

A finales del siglo XVIII, cuando estos objetos fueron predichos matemáticamente por John Michell y Pierre-Simón Laplaze, se les llamó “estrellas en colapso gravitatorio completo”. Y, seguramente aunque demasiado técnico, este es un nombre mucho más apropiado para referirse a ellos que aquellos otros que antes comentamos, incluyendo el de agujeros negros, que es el único que se usa en la actualidad. 

Veamos qué es, y en qué consiste realmente este objeto astronómico. Y, para comprenderlo, tendremos que recurrir a explicar algunos aspectos de las cuatro fuerzas fundamentales del Universo mediante las cuales interaccionan las partículas materiales, y que son: 
  • La interacción gravitatoria, o gravedad, gracias a la cual las masas, u objetos, tienen peso; incluyéndonos a nosotros mismos. Y gracias a la cual también, cuando saltamos con fuerza sobre el suelo no salimos volando hacia el espacio exterior.
  • El electromagnetismo, especialmente la teoría cuántica de la interacción electromagnética, (que incluye aquella ley famosa que todos conocemos: que los polos opuestos se atraen y los polos idénticos se repelen). Esta interacción es la responsable de que los electrones (con carga negativa) orbiten sin escapar, a cierta distancia de los protones, que con carga positiva los atraen hacia el núcleo. Gracias a esta fuerza, los átomos, constituyentes de toda la materia conocida, mantienen sus estructuras conformadas de núcleo y nubes de orbitales electrónicos a su alrededor, y gracias a lo cual, también, nosotros mismos existimos sin volatilizarnos. 
  • La fuerza nuclear fuerte, gracias a la cual los quarks que conforman los protones y neutrones se mantienen unidos y pegados mediante gluones, otorgando estabilidad a los núcleos atómicos.
  • Y, por fin, la fuerza nuclear débil, que es la responsable de que esos quarks, que conforman las partículas constituyentes de los protones y los neutrones, se manifiesten en forma de quark up, con carga +2/3, o en forma de quark down, con carga -1/3. (Los protones están formados por dos quarks arriba y uno abajo, por eso tienen carga positiva: +2/3+2/3-1/3=+1, en cambio los neutrones se componen de dos quarks abajo y uno arriba, es decir no tienen carga: -1/3 -1/3 +2/3=0, en función del cambio de una de estas cargas dentro de los nucleones y la consecuente mutación del tipo de quark up en down y viceversa, un neutrón es capaz de transformarse en un protón, y un protón en un neutrón).

Pero, hablemos primero de la fuerza de la gavedad, y de sus efectos sobre todas las masas:

Es bien conocido por todos que cuando lanzamos una piedra hacia arriba, sobre nuestra vertical en el terreno, esta ascenderá una determinada altura a través del aire de la atmósfera y, cuando haya perdido la energía que la impulsaba, volverá a caer. 

Esto sucede porque el planeta Tierra es mucho más grande y masivo que nuestra protagonista, la piedrecita que estamos lanzando, y por consiguiente la tierra la atraerá hacia su centro de gravedad; con una fuerza que le imprimirá una aceleración de descenso de unos 9,8 m/s2. 

Pero, si no nos damos por satisfechos con el primer resultado conseguido en nuestro experimento y volvemos a lanzar la piedra, esta vez con mucha más fuerza y, por tanto, con más velocidad, comprobaremos que nuestro proyectil rocoso alcanzará una altitud bastante mayor que antes. Y así sucederá cada vez que aumentemos la fuerza del lanzamiento, consiguiendo que la piedra llegue más y más arriba cada vez. 

Llegará un momento en el que, si conseguimos aplicar una fuerza tal en el lanzamiento, como para conseguir que la piedra alcance una velocidad de -algo más de once kilómetros por segundo-, esta vencerá la atracción de la tierra y escapará como una exhalación en dirección al espacio exterior, abandonándonos para siempre.

Pues bien, esta velocidad necesaria para que cualquier masa u objeto abandone la atracción de la gravedad se llama, como no podía ser de otra forma, “velocidad de escape”, y es mayor cuanto mayor es la masa del objeto atractor (en nuestro caso el planeta Tierra). 

Por ejemplo, en una estrella pequeña, como es nuestro Sol, la velocidad de escape es de aproximadamente setecientos kilómetros por segundo. En algunas gigantes rojas conocidas, como en Betelgeuse de la constelación de Orión, es mucho mayor aún, del orden de decenas de miles de kilómetros por segundo.


Bien, ahora que ya sabemos que es la velocidad de escape, y aprovechando que hemos citado a Betelgeuse, esa espectacular estrella roja que engalana los cielos del hemisferio norte en invierno, vamos a continuar explicando qué les sucede a estas colosales gigantes. 

Hablemos de las estrellas y de lo que sucede en su seno:

Llega un momento en la vida de algunas gigantes rojas (que cuentan con determinada cantidad de masa mínima), en que se hinchan tanto (su radio supera los cien millones de kilómetros) que explotan violentamente en forma de supernovas, consumiendo toda su energía. 
Esa tremenda explosión somete a elevadísima presión a los átomos que componen su núcleo estelar, los cuales se comprimen de forma exponencial hasta concentrar toda la masa del astro en un pequeño volumen formando así una “enana blanca”, la que quizás, si su masa final es menor que la del llamado límite de Chandrsekhar, es decir, tiene  menor masa que aproximadamente una vez y media la de nuestro Sol, se enfriará tras miles de millones de años, convirtiéndose en una enana negra que morirá cuando se apague completamente, y terminará por desaparecer.

O, por el contrario, si su masa supera dicho límite, la presión de escape de los electrones (por la fuerza electromagnética) de sus átomos supercomprimidos, no será suficiente para contrarrestar por sí sola la tremenda fuerza de gravedad producida por el peso que genera la extremada densidad, es decir por la colosal acumulación de masa en un espacio tan reducido, y finalmente la estrella colapsará en un cuerpo aún más denso y más pequeño, dando lugar a una “estrella de neutrones”. 

Una estrella de neutrones es un objeto tan masivo, y sus átomos están sometidos a tanta presión, que la temperatura en su interior asciende hasta alcanzar tres mil millones de grados centígrados, a esta temperatura las partículas subatomicas adquieren tal velocidad que comienza a producirse el fenómeno conocido como "fotodesintegración", en ese momento los fotones comienzan a romper los núcleos atómicos, la fuerza nuclear débil comienza a desestabilizarse, y los protones comienzan a absorber a los electrones para convertirse en neutrones, hasta que por fin no quedan protones, ni electrones libres en la estrella, porque todas las partículas han degenerado en neutrones. 

Y llegados a ese punto, si ese núcleo supermasivo de neutrones degenerados de la estrella es superior al equivalente a tres veces la masa de nuestro Sol, el astro entra en un colapso imparable que termina dando lugar a la formación de ¡un agujero negro!

Y aquí viene a colación aquel experimento del que hablábamos al principio, en el que explicábamos que la piedra lanzada al espacio debía alcanzar la velocidad de escape para conseguir escapar (valga la redundancia) de nuestro planeta Tierra ¿lo recordáis?..., pues bien, la luz, como todos sabemos, viaja a la incomprensible (para nuestro raciocinio) velocidad de 300.000 kilómetros por segundo y, gracias a esa tremenda velocidad, es capaz de escapar de las estrellas del firmamento y llegar hasta nosotros; en forma de luz solar durante el día, o en forma de puntitos brillantes que podemos observar en el cielo nocturno cuando miramos las estrellas. 
Sin embargo, a pesar de su alucinante velocidad, la luz no es capaz de escapar de un agujero negro, porque la velocidad de escape necesaria para abandonar un objeto tan masivo es aún más elevada que la velocidad a la que se propaga la luz. 

Por esta razón los agujeros negros son negros, porque la luz, que intenta escapar de esas aterradoras estrellas, después de alcanzar una cierta altura (lo que llamamos horizonte de sucesos) vuelve a caer dentro de la estrella, atraída por la monstruosa gravedad del agujero negro, que no sólo atrae poderosamente a la luz, si no a cualquier cosa material que se aproxime demasiado a su intenso campo de gravedad.




En determinadas zonas de los agujeros negros, siempre cerca de su borde exterior, los objetos absorbidos sufren tal grado de presión que, parte de la materia que los compone, convertida en plasma, es salpicada hacia a fuera a velocidades próximas a las de la luz, (como cuando se presiona un limón con los dedos y parte del líquido es expelido a gran velocidad), cuando en un agujero negro, estos chorros de plasma, son observables desde la tierra, al objeto se le llama entonces “blazar”.

En el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, existe un gran agujero negro supermasivo que ha sido bautizado con el nombre de <Sgr A> (o Sagittarius A), los cálculos apuntan a que su masa es unos cuatro millones de veces mayor que la de nuestro Sol contenidas en un espacio total de unas 45 UAs. Las observaciones parecen indicar que, en la actualidad, está en estado de semi-reposo, pues ya ha consumido casi toda la masa estelar que existía a su alcance en el centro de la galaxia.

A pesar de todo los científicos piensan que no todo es destrucción alrededor de los agujeros negros. Suponen que estos colosales titanes contribuyen a la formación de nuevas estrellas, pues cuando atraen a los grandes objetos con los que se alimentan, a la vez remueven y presionan gas y polvo estelar que flota desperdigado en sus inmediaciones, propiciando así la génesis de nuevos astros. 

Stephen Hawking ha demostrado, matemáticamente, que los agujeros negros también terminan muriendo, y lo hacen a consecuencia de lo que se ha dado en llamar radiación de Hawking. Hasta ahora se creía que nada podría escapar del interior de un agujero negro, pero el eminente científico ha demostrado matemáticamente que los pares de partícula-antipartícula que continuamente se crean y se destruyen por doquier, de forma espontanea en el universo, pueden surgir también justamente en el borde del horizonte de sucesos, en ese caso, una mitad del par sería absorbido por el agujero negro y la otra mitad escaparía a través del cosmos y esta disgregación evitaría que el par se auto-aniquilase devolviendo la energía al sistema, una parte de la partícula sobreviviría y por tanto consumiría parte de la energía del monstruo. Tras miles de millones de años, la consecuencia de la infinita división de pares de partículas en el horizonte de sucesos del agujero negro, haría que éste terminara por perder toda su energía evaporándose y desapareciendo al fin. 

El estudio de los agujeros negros es crucial para la ciencia porque para comprenderlos y explicarlos matemáticamente haría falta unificar los dos principios teóricos más importantes de la física moderna, hoy por hoy aún incompatibles, estos son: la física de partículas, con su mecánica cuántica que conjuga los fenómenos que tienen lugar en el mundo de lo muy pequeño y lo muy liviano, y la teoría de la relatividad general, que explica la física de lo muy grande y de lo muy pesado. 

Lamentablemente, para desesperación de los físicos, todavía ambas teorías se siguen contradiciendo (quizás, en el futuro, la incipiente “teoría M” consiga la ansiada unificación). Así, mientras la mecánica cuántica se basa en principios de indeterminación, estados superpuestos, probabilidades y cálculos estadísticos para intentar localizar, ubicar y explicar las propiedades de las partículas subatómicas, la teoría de la relatividad general, en cambio, si es capaz de expresar la velocidad y ubicación exactas de cualquier cuerpo sideral en el cosmos.

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