Hace casi siete siglos, un monje franciscano enunció lo que se constituiría en un principio filosófico aplicable a todos los saberes: ''De todas las explicaciones posibles, la más simple es la correcta''. El principio recibió el nombre de la “Navaja de Ockham”, porque permitió separar, como el corte de una navaja, la ciencia de la teología.
Guillermo de Ockham fue un fraile y filósofo franciscano que vivió en la Edad Media. Y tuvo una vida la mar de animada. Ockham consideraba que el voto de pobreza era 'conditio sine qua non' para el ejercicio de la espiritualidad, idea que le llevó a acusar de herejía nada menos que al Papa. Debió de ser una situación bastante confusa, ya que el Papa le había acusado de herejía a él años antes. El fraile vivió sus últimos años en la extrema pobreza hasta que murió, según parece, por la peste negra. Entre sus postulados destaca uno que ha llegado a nuestro días bajo el nombre de la 'navaja de Ockham' (u Occam). Este principio viene a decir que aquella teoría que resulte más simple... probablemente sea la correcta.
Supón que te despiertas en mitad de la noche y ves una extraña y amenazante silueta en tu habitación. Puede ser un monstruo o puede ser la sombra del perchero. La navaja de Ockham nos dice que es mucho más probable que se trate del perchero. Parece una cuestión de puro sentido común, pero la cosa se complica cuando uno se pregunta qué quiere decir exactamente «la explicación más sencilla». Ockham también propuso una solución: la explicación más sencilla es siempre aquélla que requiera menos explicaciones adicionales.
En ocasiones, este principio ha sido enarbolado para defender ciertas supersticiones. Los creacionistas, por ejemplo, apelan al bueno de Ockham para negar la evolución. Consideran que la idea del divino chasqueo de dedos es mucho más sencilla que todo ese lío de Darwin. Este razonamiento, sin embargo, se revela falaz, ya que la existencia de Dios, como la del monstruo de tu habitación, requeriría un sinfin de explicaciones adicionales.
Muchos científicos y filósofos han criticado el principio de Ockham acusándolo de simplista. Razón no les falta; la ciencia y la historia nos ha enseñado que a veces la explicación más retorcida acaba siendo la correcta. Y, sin embargo, suele ser una herramienta útil para enfrentarse al pensamiento mágico y a quienes pretenden hacer negocio con él. Acuérdese de Ockham la próxima vez que se tope con un remedio aparentemente milagroso o con alguien que pretenda venderle un producto o servicio que «la ciencia aún no ha podido demostrar». La explicación más sencilla probablemente sea la correcta. Sobre todo, en tiempos de crisis.
En ciencia, este principio se utiliza como una regla general para guiar a los científicos en el desarrollo de modelos teóricos, más que como un árbitro entre los modelos publicados. En el método científico, la navaja de Ockham no se considera un principio irrefutable, y ciertamente no es un resultado científico. «La explicación más simple y suficiente es la más probable, mas no necesariamente la verdadera», según el principio de Ockham. En ciertas ocasiones, la opción compleja puede ser la correcta. Su sentido es que en condiciones idénticas, sean preferidas las teorías más simples. Otra cuestión diferente serán las evidencias que apoyen la teoría. Así pues, de acuerdo con este principio, una teoría más simple pero menos correcta no debería ser preferida a una teoría más compleja pero más correcta.
Qué ha de tenerse en cuenta para medir la simplicidad, sin embargo, es una cuestión ambigua. Quizás la propuesta más conocida sea la que sugirió el mismo Ockham: cuando dos teorías tienen las mismas consecuencias, debe preferirse la teoría que postule la menor cantidad de (tipos de) entidades. Otra manera de medir la simplicidad, sin embargo, podría ser por el número de axiomas de la teoría.
La navaja de Ockham se aplica a casos prácticos y específicos, englobándose dentro de los principios fundamentales de la filosofía de la escuela nominalista que opera sobre conceptos individualizados y casos empíricos.
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