Seguro que os habéis preguntado alguna vez en qué consiste, o de qué está hecha, esa tremenda fuerza misteriosa que vive agazapada dentro de unos alambres de cobre, tras los agujeritos de los enchufes de vuestras casas. Esa bendita y a la vez terrible energía que es capaz de poner en marcha el televisor, hacer que giren a toda velocidad las cuchillas de la batidora, iluminar toda una habitación en medio de la oscuridad de la noche, o hacer que el agua hierva sobre la placa vitrocerámica de la cocina.
Seguro que os interesa saber cómo se genera esa fuerza invisible que incluso sería capaz de arrebatar la vida a cualquiera si se la manipula inadecuadamente, sin observar las imprescindibles medidas de seguridad. Si es así, a vosotros, mentes inquietas y ávidas de conocimiento, va dedicado este post.
Como todo el mundo sabe, la materia, con la que está construido nuestro mundo, está compuesta por piélagos de minúsculos átomos, que enlazados los unos a los otros a modo de mecano infinito, forman y conforman todo en el universo: la tierra, el agua, el aire, los planetas, las estrellas y…, por supuesto, los seres vivos.
Pero antes de nada retrocedamos “un poco” en el tiempo. Unos trece o catorce mil millones de años atrás, es decir muy poco después de que tuviera lugar el Big-Bang que dio lugar al cosmos actual, antes incluso de que se crearan los primeros átomos, en el mundo solo había pequeñísimas entidades hechas de quarks y electrones, creadas a partir de la incipiente ralentización y el consecuente enfriamiento de la infinita energía contenida en la pequeña singularidad que precedió a la gran explosión.
La terna más famosa de esos “pequeños seres prístinos”, también llamados -partículas subatómicas-, fueron, son y aún lo serán por mucho tiempo los neutrones, los protones y los electrones, de los que todos habéis oído hablar en alguna ocasión, por supuesto.
De esas tres clases de partículas (y algunas más que ahora no enumeraremos, para no hacer este artículo demasiado extenso) están hechos los átomos.
Unos, los de hidrógeno, son átomos muy simples, porque están construidos con un solo protón y un único neutrón, engarzados ambos en lo más profundo de su estructura, en un lugar llamado núcleo, alrededor del cual un solo electrón envuelve y encierra al átomo, como si de una extraña nubecilla se tratase.
Esto si consideramos al electrón como una onda, (imaginadlo, para haceros una idea, como algo que quizás podría asemejarse a una pompa de jabón). Aunque también podemos intuir al electrón como una pequeña ascua, una pequeñísima pizca de energía, una partícula en este caso, que se agita enloquecida, yendo de un sitio para otro alrededor del núcleo, dibujando trazos que conformarían con su rápido movimiento una especie de cáscara virtual, que aísla al átomo del mundo exterior.
Tan rápido se mueve ese electrón alrededor de su protón, que es imposible saber dónde se halla exactamente en un momento dado. Es como si estuviese en todos los sitios a la vez. Por esa razón podemos decir que el electrón se comporta a la vez como onda y como partícula.
Si consideramos la totalidad del espacio que recorre alrededor del núcleo, en su incesante movimiento de idas y venidas velocísimas, habremos de considerarlo como una onda. Pero si nos empeñamos en detenerlo, para marcar su posición exacta en un momento dado, en algún lugar de ese espacio en el que se mueve, entonces en realidad será una partícula puntual.
Hay en la naturaleza otros átomos más complejos que el hidrógeno, como por ejemplo el helio (construido con dos nitrógenos fusionados) el nitrógeno, el calcio, el hierro, etc., (lo podéis comprobar en la Tabla Periódica de los Elementos, en la que están catalogados los diferentes tipos de átomos conocidos. En ella podéis comprobar con cuántos electrones cuenta cada átomo).
Todos los átomos que existen hoy en el cosmos se han ido formando desde el Big-Bang hasta nuestros días, mediante fusión nuclear en el seno de las estrellas. Es decir, los átomos primeros, de hidrógeno y helio, dispersos por la gran explosión, se han ido reuniendo desde entonces ininterrumpidamente, apretándose muchísimo los unos contra los otros, amontonándose en extraordinarias melés, a lo largo del espacio infinito, formando puñados de materia cada vez más numerosa, pesada y atractiva (por la fuerza de la gravedad), hasta conseguir unir sus núcleos y sus electrones gracias a la inmensa presión que se alcanza en el corazón de las estrellas, formando así átomos más grandes y más pesados (con más electrones, protones y neutrones) que los originales.
Luego, en un momento dado, las estrellas, han acumulado tal cantidad de materia que ya no son capaces de soportar la extrema presión en tan pequeño espacio y explotan, esparciendo nuevos átomos de nitrógeno, hierro, oro, plata, berilio, argón, etc., por el espacio interestelar. Los átomos que conforman nuestros cuerpos también fueron creados en el seno de alguna estrella que explotó hace mucho tiempo. Así que, en realidad, además de vástagos de nuestras madres somos “hijos de las estrellas”.
Pero sucede algo, tras la formación de estos nuevos elementos, que es crucial para comprender el tema que estamos tratando: -Todos los átomos, sin cesar jamás en el empeño, hacen lo imposible, “se las ingenian”, para contar con la misma cantidad de electrones flotando en sus órbitas electrónicas que protones existen en sus núcleos.
Un átomo, que por avatares del destino tenga algunos electrones de más, siempre intentará deshacerse de ellos o compartirlos con otro átomo que, por el contrario, esté necesitado de electrones.
Hay que explicar también que los protones y los neutrones tienden a permanecer juntos en el núcleo, unidos, atrayéndose fuertemente mediante intercambios de extrañas partículas (como los gluones, piones y otras). Por tanto, tienden a ocupar el menor espacio posible.
No así los electrones que, precisamente por ser ondas, tienden a cubrir u ocupar mucho más espacio alrededor de su respectivo protón. Pero, y esto es importante, se mantienen siempre a la misma distancia del núcleo, aproximadamente. Es como si el protón fuese la nodriza del electrón y lo mantuviese “atado” al extremo de un larga cuerda, de la que tira para evitar que este escape, de forma que el inquieto electrón se mueve siempre a la misma distancia del protón, a lo largo y ancho de una superficie esférica que conforma una especie de órbita semiesférica, como si fuese la tela de un paraguas, o un trozo de una de las capas de una cebolla.
Los electrones están trabados en su lugar y deben permanecer en la capa en la que originalmente fueron ubicados al formarse el átomo. Pero en cada capa solo cabe un número determinado de electrones, así que al completarse una capa se crea otra encima, más alejada del núcleo, que a su vez será envuelta por otra capa más exterior, y así sucesivamente.
Los electrones de las capas más internas no pueden abandonar su átomo fácilmente. A veces un fotón, una partícula de luz, los golpea y les hace saltar a otra capa, a otro lugar dentro del átomo pero, al estar todas las capas completas, son inmediatamente expulsados y vuelven al lugar que les corresponde, devolviendo la energía que les hizo saltar y abandonar su posición de confort, en forma de un nuevo fotón que abandona el átomo en forma de luz.
Ya hemos dicho que las capas electrónicas se completan progresivamente según se fusiona un átomo con otro. Los protones y neutrones que acaban de llegar van directos al núcleo para “apelotonarse” sobre los primeros que llegaron, todos los protones se ubican en una pequeña bola interior, luego los neutrones se colocan sobre ellos, y nuevamente más protones vuelven a colocarse encima, así los propios neutrones son los que estabilizan y refuerzan la posición de los protones.
Por otra parte, los nuevos electrones, recién llegados, habrán de colocarse en los niveles más externos, ocupando los huecos que quedan libres, en órbitas mucho más alejadas de sus respectivas niñeras. Estos últimos, los más externos, por supuesto, serán los que utilice el átomo para enlazarse con otros átomos cuando sea necesario.
Todos los átomos intentarán enlazarse, emparejarse con otros que los complementen para vivir estables. Esto es, “ansiarán” completar su periferia para que no queden huecos en sus últimas capas, y lo harán con electrones “robados” o “compartidos” en el caso de los -no metales- o, como es el caso de los –metales-, intentarán deshacerse de sus electrones sobrantes expulsándolos de casa, enviándolos a vagar como indigentes, en busca de átomos que se apiaden de ellos y les den cobijo.
En función de cómo se consiga esta estabilidad, la estabilidad periférica del átomo, se dan habitualmente tres tipos de enlaces atómicos. A saber:
-El Enlace iónico, en el que un átomo regala algún electrón que tiene de sobra a otro átomo que tiene déficit.
-Él Covalente, mediante el cual varios átomos se complementan mutuamente compartiendo sus electrones, de forma que todos los participantes en dicho enlace queden completos y “satisfechos”.
-Y se da también otro tipo de enlace, muy peculiar, que es el que a nosotros nos interesa para el tema que estamos tratando, es el llamado Enlace Metálico. Este, como habréis inferido, es el preferido de los metales, tales como el hierro, el cobre, la plata, el oro, etc.
En los dos primeros tipos de enlaces sucede que los electrones participantes se “amarran” fuertemente a sus ubicaciones en la nube electrónica, en el nivel en el que han de habitar, de modo que resulta difícil, o al menos se requiere bastante energía para volverlos a separar.
Sin embargo, cuando muchos átomos de metal se reúnen mediante enlaces metálicos, para conformar entre todos una bonita y cara pulsera de oro que refulge en la muñeca de una elegante fémina; o una larga y hueca cañería de plomo que transporta agua potable en una vetusta mansión; incluso una fuerte y resistente viga de hierro que da sustento a un forjado; o ese largo y delgado cable de cobre, forrado de goma butílica, que provee de energía eléctrica a tu lavavajillas. En cualquier caso, como decimos, en el enlace metálico los electrones más externos siempre son desarraigados por sus núcleos, los abandonan “sin piedad”, y se ven obligados a vagar a lo largo y ancho de toda la superficie del objeto de metal del que forman parte, a modo de rebaño de pequeñas y temblorosas ovejas que pastan apelotonadas las unas junto a las otras, cubriendo la totalidad de la superficie del pastizal.
Pues bien, ya llegamos a donde pretendíamos. La corriente eléctrica es, precisamente, ese flujo de ovejitas temblorosas, –electrones-, que avanzan por la superficie del metal, empujándose unos a otros al ser desplazados por nuevos electrones que entran por un extremo del conductor.
Imaginad que el cable es un largo pasillo repleto de electrones conductores (los más externos de cada átomo, que son los que han “abandonado” a sus núcleos “en busca de aventura”, no así los demás electrones, los más internos de cada átomo, bien acomodados, que como ya dijimos permanecen fieles a sus protones, para que el metal no se deshaga y mantenga su estructura).
Pues bien, como decíamos, a lo largo del pasillo conductor (cable) se halla la interminable y apretada cola de electrones (aquejados de Parkinson) deseando de salir del “embotellamiento”, y desde luego lo harán en cuanto encuentren una pasarela tendida al otro lado del agujero del enchufe que les permita saltar, para escapar de la desesperante apretura en la que se encuentran.
De esa forma se establece la corriente eléctrica, en la “fábrica” de la compañía eléctrica suministradora conectan un grueso cable al suelo (lo enganchan a los pechos de la Madre Tierra), hincan profundamente una barra de metal a la que conectan un grueso y largo cable de cobre o de aluminio, el otro extremo de ese cable lo encaminan a la ciudad, tendido sobre postes metálicos aislados, y lo conectan a otros cables que terminan su recorrido en los domicilios de los abonados, para distribuir electrones a troche y moche.
En la central eléctrica “ordeñan” incesantemente a los átomos de la tierra, extrayéndoles sus electrones más externos mediante “peines magnéticos”, que los “arrancan” de sus protones nodriza y los inyectan en el cable incesantemente, creando así una impresionante corriente de electrones azogados que se empujan desesperados por la presión, pugnando por salir para deshacerse de la tremenda energía cinética acumulada.
Al decir peine magnético (artefacto que, por supuesto, no existe como tal, pero sirve para ilustrar gráficamente la explicación) me estoy refiriendo a un generador eléctrico, la máquina capaz de producir, o generar, como su nombre indica, corriente eléctrica, mediante el movimiento continuado de un simple imán en la proximidad de un cable eléctrico o viceversa.
Electricidad y magnetismo son las dos caras de una misma moneda: El Electromagnetismo, "what else", nuestro protagonista.
Por lo tanto, si es el mismo fenómeno, que se manifiesta de dos formas diferentes, un campo magnético puede generar un campo eléctrico y lo contrario también. Mira este vídeo.
Aprovechando esta facultad de los imanes para empujar electrones en la superficie de un metal (donde, recordad, decíamos antes que “deambulan”, los electrones que han sido expulsados de sus átomos), es como se fabrican los generadores (insisto, también podríamos llamarles “ordeñadores electrónicos”, pues ordeñan los átomos de la tierra extrayéndoles electrones que son inyectados en el cable de distribución).
En resumidas cuentas, si hacemos girar un juego de grandes imanes, en la proximidad de tres gruesas bobinas fabricadas con cable de cobre (el cobre y el aluminio generan muchísimos electrones “vagabundos”, aunque no tantos como el oro, la plata y el platino. Pero claro, al ser esos dos metales mucho más económicos que estos otros –los metales nobles-; por su abundancia en la naturaleza, se usan profusamente en la industria eléctrica) cuyos extremos se hayan conectado previamente a la tierra, conseguiremos que los electrones comiencen a desplazarse por los cables, empujándose, intentando llegar a los extremos libres de esos cables en forma de corriente eléctrica.
Entonces, si disponemos unas bobinas de hilo de cobre en el interior de un dispositivo mecánico, dentro del cual instalamos una barra longitudinal concéntrica, en la que engarzamos unos imanes, y hacemos girar ese eje interior uniformemente y a gran velocidad, habremos fabricado un “ordeñador” eléctrico, que arrancará un flujo continuo de electrones a la tierra, que podrá ser utilizado donde haga falta un poco, o un mucho, de “empuje eléctrico”.
Evidentemente, para generar esa corriente de electrones hace falta una energía externa que haga girar, sin parar, a los imanes sobre las bobinas.
Esa energía mecánica puede obtenerse de muchas formas. Del brazo de un individuo que hace girar el eje de nuestro generador con una manivela, por ejemplo; del agua de un pantano que se precipita desde lo alto de la presa sobre las aspas de una inmensa turbina situada cuarenta o cincuenta metros más abajo, en la sala de máquinas de una central hidroeléctrica. O puede conseguirse también aprovechando el empuje del viento sobre las aspas de un molino situado en medio del campo, en un lugar ventoso. Incluso podemos aprovechar el empuje del vapor, que escapa del agua hirviendo, para hacer girar el eje de nuestro generador, es tan fácil como calentar el agua quemando bajo ella carbón a mansalva, o petróleo, o gas natural, o cualquier combustible que la haga hervir.
Existe otra forma más controvertida de generar el calor necesario para hacer girar una turbina de vapor y conseguir que esta produzca electricidad mediante movimiento. Me estoy refiriendo a la energía atómica y consiste en aprovechar energía desprendida de elementos muy pesados (con muchos protones, neutrones y electrones) como el Uranio, por ejemplo, (que por ser tan complejo es extremadamente inestable), y conseguir mediante su manipulación que sus átomos se escindan liberando en esa fisión (división) gran cantidad de energía que, a su vez, liberará más partículas que bombardearán los átomos próximos, iniciándose así un proceso de fisión en cascada a gran escala.
Si este proceso incontrolado de fisión consigue regularse mediante tecnología precisa, en las instalaciones adecuadas y siguiendo procedimientos muy exactos que controlen y dosifiquen la potentísima reacción en cadena, de modo que la fisión se produzca poco a poco, dentro de unos parámetros predefinidos en el interior de una gran piscina cerrada herméticamente a modo de olla exprés, la energía liberada en cada una de las fisiones atómicas golpeará las moléculas de agua, agitándolas, lo que hará que se calienten muchísimo y se evaporen.
Este vapor de agua a presión, resultante de la fisión nuclear, es mucho más barato de producir que el conseguido mediante la quema de combustibles, entre otras cosas porque en un puñado de átomos de uranio que se fisionan hay contenida la energía suficiente para proveer de electricidad a una pequeña ciudad durante meses.
Pero hay un problema importante en esta forma de producir calor, si algunos de los neutrones, liberados en las continuas divisiones atómicas, consiguieran escapar del reactor nuclear, golpearían los átomos que componen las células de todos los seres vivos, y al hacerlo romperían las cadenas de ADN, provocando rápidamente errores en nuestro código genético, lo que daría lugar a malformaciones, tumores y cánceres.
Hay otra forma de producir electricidad mucho más interesante, la descubrió Albert Einstein y por este descubrimiento precisamente recibió el Premio Nobel, se conoce como Efecto Fotoeléctrico y en él está basada la tecnología utilizada hoy profusamente en los paneles solares fotovoltaicos que seguramente habréis visto sobre algunos tejados y, sobre todo, en extensos huertos solares en medio de los campos.
En los paneles solares se aprovecha la corriente de eléctrica que se produce cuando los fotones provenientes del Sol “golpean” a los electrones “vagabundos” y los arrancan de la capa externa de una placa de metal. En este caso, en vez de ser “ordeñados”, son golpeados y enviados al cable que los transportará hasta donde sea necesario utilizar su energía.
En resumidas cuentas, independientemente del procedimiento que se utilice para crearla, la corriente eléctrica es el movimiento lento de infinidad de electrones que se desplazan a lo largo de la superficie de un conductor. Y, de la misma forma que una corriente de moléculas de agua que sale de un grifo aumenta la presión en el interior de la manguera a la que está conectada, los electrones que salen despedidos del generador entran en el cable, empujando a los que ya estaban dentro y consecuentemente aumentando la “presión” eléctrónica en su interior.
Esos electrones, casi al final del camino, pasarán por uno de los dos cables (el que va enfundado en negro, también llamado de fase, o vivo) de los que dispone tu tostadora eléctrica, que conectará a su vez con otro cable interno del aparato que, o bien será muy delgado y dificultará por ello el paso de todos esos electrones que desesperados pujan por atravesarlo cuanto antes, o bien estará construido con un material mucho peor conductor que el cobre, en cualquier caso, la desbandada masiva de electrones al conectar el aparato al enchufe hará que ese cable interno que atraviesan se caliente mucho, llegando a ponerlo al rojo vivo (y de esa forma tu rebanada de pan se tueste lentamente), los pequeños electrones atravesarán el angosto cable, desesperados por alcanzar el otro cable paralelo (el azul), que les llevará de regreso a la tierra, de donde se les obligó a salir con el “ordeñador” eléctrico.
Así es que ahora sabéis que las oleadas de electrones inquietos que entran en vuestras casas, por los que debéis pagar a Endesa, Iberdrola o cualquier otra compañía elécrica, se apretujan en el cable de color negro de vuestra instalación y esperan dentro de él, apelotonados e inquietos, hasta que se les dé la oportunidad de escapar atravesando el oscuro y estrecho túnel (la resistencia del tostador en nuestro ejemplo) cuyas paredes habrán de rozar vigorosamente al atravesarlo, cediendo parte de su energía en forma de calor, mientras consiguen escapar al fin huyendo por el interior del cable azul también llamado neutro, cuyo extremo final ha sido conectado también al suelo por la compañía suministradora, para que los electrones que ya han realizado su trabajo sean desechados y vuelvan a la tierra de donde fueron arrancados.
Y, seguro que alguno de vosotros se ha preguntado: ¿Entonces para qué sirve el tercer conductor de color amarillo-verde que llevan los cables de los electrodomésticos, que puede verse también cuando se desarma un enchufe?
Pues bien, ese cable, llamado cable de tierra, es un cable de seguridad. Imaginaos que el aislamiento del cable negro, ese cable que inyecta electrones a mansalva en vuestro domicilio, pierde parte de su aislamiento plástico en los entresijos de vuestra lavadora, y que, debido a las vibraciones, roza (hace contacto con) la chapa del electrodoméstico. Como la lavadora seguramente estará aislada del suelo por unas patitas de goma (o cualquier otro material aislante), la carcasa de la lavadora se irá cargando de electrones que habrán saltado desde el cable buscando una vía de escape para volver a su tierra querida. Todos esos electrones acumulados estarán esperando que pongáis vuestra mano en la chapa para utilizaros como puente de huida, os atravesarán sin contemplación transfiriendo a vuestro cuerpo toda su energía al atravesarlo en busca del suelo, y esa descarga podría mataros.
Para evitar que esto suceda, es por lo que se instala ese tercer cable amarillo-verde. Ese cable debe estar conectado por un extremo a todas las masas metálicas del domicilio, e hincado, por el otro extremo, a tierra lo más cerca posible de los electrodomésticos; en los bajos de vuestro edificio con toda seguridad, y sirve para “drenar” los electrones que puedan saltar a la carcasa de cualquier electrodoméstico o masa metálica, de forma que cuando toquéis esa chapa apenas quede ya ninguno deambulando por ella y así no recibáis el temible “calambrazo”,
Para evitar que esto suceda, es por lo que se instala ese tercer cable amarillo-verde. Ese cable debe estar conectado por un extremo a todas las masas metálicas del domicilio, e hincado, por el otro extremo, a tierra lo más cerca posible de los electrodomésticos; en los bajos de vuestro edificio con toda seguridad, y sirve para “drenar” los electrones que puedan saltar a la carcasa de cualquier electrodoméstico o masa metálica, de forma que cuando toquéis esa chapa apenas quede ya ninguno deambulando por ella y así no recibáis el temible “calambrazo”,
Además del cable de tierra, y como protección complementaria, se instala en las viviendas un aparato, llamado -interruptor diferencial-, que detectará (siempre que el referido dispositivo esté en buen estado) esa fuga de electrones, y cortará la corriente para interrumpirla; por si esa fuga se estuviera produciendo a través de vuestro cuerpo, cosa que podría mataros.
Es importante que os aseguréis de que los interruptores diferenciales que haya instalados en vuestra vivienda funcionen. Vosotros mismos debéis comprobar de vez en cuando que funcionan pulsando el botón de test que llevan junto a la palanquita de conexión. Si al pulsar ese botón no se abre el circuito que interrumpe el suministro eléctrico, debéis llamar a un electricista autorizado para que lo sustituya por otro en buen estado lo antes posible.
Es importante que os aseguréis de que los interruptores diferenciales que haya instalados en vuestra vivienda funcionen. Vosotros mismos debéis comprobar de vez en cuando que funcionan pulsando el botón de test que llevan junto a la palanquita de conexión. Si al pulsar ese botón no se abre el circuito que interrumpe el suministro eléctrico, debéis llamar a un electricista autorizado para que lo sustituya por otro en buen estado lo antes posible.
Por último comentaros que, se entiende por tensión eléctrica la “vehemencia” con la que un electrón necesita resguardarse en un hueco de la capa electrónica de un átomo. Utilizando de nuevo el símil del líquido elemento: imaginad que un niño “traviesillo” deja caer sobre vuestra cabeza un globo de goma que contiene un litro de agua, desde un metro de altura. Ahora pensad en el mismo globo, pero esta vez aporreando vuestra cabeza desde veinte metros de altura, es la misma cantidad de agua, es el mismo globo, es incluso el mismo niño perverso, pero no hace el mismo daño. Esa es la tensión, lo que se conoce como –Voltios- o "diferencia de potencial" (normalmente 230V en los hogares españoles y 400V e incluso más en fábricas e industrias).
La intensidad, es decir los Amperios, es en cambio la cantidad de electrones que se mueven por el cable conductor en una unidad de tiempo, es decir, en el ejemplo del niño lanzador de globos, la cantidad de agua que contiene el globo lanzado. Evidentemente para contener más agua hace falta un globo más grande, lo mismo que para transportar más corriente eléctrica hace falta un cable más gordo.
El otro parámetro del que habréis oído hablar es la Potencia Eléctrica, esta es, en el símil del globo, la capacidad de hacer más o menos “pupa” (trabajo) en la cabeza del pobre transeúnte, y estará en función de la cantidad de agua que contenga el globo (intensidad) multiplicada por la altura desde la que se deje caer (tensión).
[W (potencia, expresada en watios) = I (intensidad, expresada en amperios) multiplicada por V (tensión, expresada en voltios.]
Es decir, potencia eléctrica es la cantidad de trabajo que una corriente eléctrica es capaz de realizar en función de sus Voltios y sus Amperios.
Y aquí se esconde el truco que facilita la vida a las compañías distribuidoras de electricidad. Hemos dicho antes que para transportar muchos amperios hacen falta cables muy gruesos.
Imaginad una pequeña población rural en la que residan cien familias. Supongamos que cada una de las familias consume 2.300 Watios a la hora, a partir de las seis de la tarde en invierno.
Es decir 2.300W = I(A) x 230V. Despejamos I(A) y nos da: 10 Amperios cada hora por vivienda, que multiplicados por las 100 viviendas hace un total de 1.000 Amperios.
Para enviar al pueblo 1.000 Amperios, con una diferencia de potencial de 220 Voltios, necesitamos un cable de, al menos, 150 milímetros cuadrados de sección.
Si en vez de 1.000 viviendas fueran diez mil, las viviendas, el cable a emplear debería ser de 1.500 mm2; ese es un cable ya muy gordo, que pesa muchísimo y cuesta aún más.
Lo que hacen las eléctricas, para evitar tener que utilizar esos cables tan gruesos, es elevar la tensión de la electricidad (los voltios), mediante transformadores, para poder así transportarla utilizando cables mucho más delgados sin perder potencia.
Es decir, al pueblo que consume 1.000 Amperios a 230 Voltios, podemos enviarle solo 23 Amperios, pero en vez de a 1.000 voltios, deberemos enviar la tensión a 10.000 voltios, de esta forma (si multiplicáis tensión por intensidad) conseguiremos la misma potencia en ambos casos: 230.000 Watios en total.
Y, si os habéis dado cuenta, ahora (en el segundo caso) el cable que necesitamos, en vez de 150 mm2, puede ser del grosor de un espagueti, con el consiguiente ahorro en cobre y en postes metálicos que habrían de sustentar una línea eléctrica mas pesada.
Imaginad una pequeña población rural en la que residan cien familias. Supongamos que cada una de las familias consume 2.300 Watios a la hora, a partir de las seis de la tarde en invierno.
Es decir 2.300W = I(A) x 230V. Despejamos I(A) y nos da: 10 Amperios cada hora por vivienda, que multiplicados por las 100 viviendas hace un total de 1.000 Amperios.
Para enviar al pueblo 1.000 Amperios, con una diferencia de potencial de 220 Voltios, necesitamos un cable de, al menos, 150 milímetros cuadrados de sección.
Si en vez de 1.000 viviendas fueran diez mil, las viviendas, el cable a emplear debería ser de 1.500 mm2; ese es un cable ya muy gordo, que pesa muchísimo y cuesta aún más.
Lo que hacen las eléctricas, para evitar tener que utilizar esos cables tan gruesos, es elevar la tensión de la electricidad (los voltios), mediante transformadores, para poder así transportarla utilizando cables mucho más delgados sin perder potencia.
Es decir, al pueblo que consume 1.000 Amperios a 230 Voltios, podemos enviarle solo 23 Amperios, pero en vez de a 1.000 voltios, deberemos enviar la tensión a 10.000 voltios, de esta forma (si multiplicáis tensión por intensidad) conseguiremos la misma potencia en ambos casos: 230.000 Watios en total.
Y, si os habéis dado cuenta, ahora (en el segundo caso) el cable que necesitamos, en vez de 150 mm2, puede ser del grosor de un espagueti, con el consiguiente ahorro en cobre y en postes metálicos que habrían de sustentar una línea eléctrica mas pesada.
Luego se vuelve a transformar la corriente, reduciendo el voltaje otra vez a los 230Voltios que necesitan los aparatos electrodomésticos de todos los hogares, en un lugar próximo a las viviendas, y dispondremos de dicha potencia, con el mínimo gasto y sin ninguna dificultad en el transporte.
Antes de terminar quiero comentaros también que los electrones dentro de un cable, en contra de lo que piensan mucha gente, no se mueven a la velocidad de la luz, ni muchísimo menos. Los electrones avanzan por un cable eléctrico uno o dos metros por hora, a lo sumo.
Pero entonces ¿por qué cuando pulso el interruptor se enciende la bombilla inmediatamente?... pues por lo mismo que, cuando golpeo con un martillo el centro de la primera de las bolas de una larguísima fila de esferas de un kilómetro de longitud perfectamente alineadas, la última de ellas acusará inmediatamente el golpe aunque la primera, la que recibió el martillazo, no se haya movido apenas.
Tantos electrones salen del cable para hacer el trabajo, como electrones entran en el mismo para sustituirlos. O para que quede aún más claro, cuando abro la boquilla de riego de la manguera de mi jardín, que mide cuarenta metros de larga, las primeras moléculas del agua que habían dentro de ella salen inmediatamente y riegan el césped, aunque las que ingresan por el lado del grifo tardarán un rato aún en llegar a ese extremo.
Pero entonces ¿por qué cuando pulso el interruptor se enciende la bombilla inmediatamente?... pues por lo mismo que, cuando golpeo con un martillo el centro de la primera de las bolas de una larguísima fila de esferas de un kilómetro de longitud perfectamente alineadas, la última de ellas acusará inmediatamente el golpe aunque la primera, la que recibió el martillazo, no se haya movido apenas.
Tantos electrones salen del cable para hacer el trabajo, como electrones entran en el mismo para sustituirlos. O para que quede aún más claro, cuando abro la boquilla de riego de la manguera de mi jardín, que mide cuarenta metros de larga, las primeras moléculas del agua que habían dentro de ella salen inmediatamente y riegan el césped, aunque las que ingresan por el lado del grifo tardarán un rato aún en llegar a ese extremo.
Y… quién sabe… quizás pronto prepare una segunda parte de esta larga entrada… Muchas gracias y saludos cordiales a todos los que han tenido la deferencia de aguantar esta disertación hasta el final.
Dimas L. Berzosa Guillén
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