La vida de los átomos
Una noche de invierno estaba solo en mi cuarto leyendo. No se oía en la casa ni un ruido ni un
murmullo; sólo dos relojes, el uno en mi despacho, el otro desde el pasillo, rompían con su tictac el
silencio de la noche.
El más pequeño, el de mi cuarto, introducía entre el tictac habitual de un reloj respetable otros
dos golpes intermedios y parecía decir: «Vámonos ya… Vámonos ya.»
El grande, el del pasillo, despreciando estas fantasías impropias de un reloj serio que se estima,
Yo les oía correr a los dos relojes y perseguirse con sus ruidos, y desdeñaba profundamente en el
fondo de mi alma el estéril trabajo que se tomaban en alcanzarse el uno al otro.
Había leído en una obra moderna de Química el desarrollo de la teoría atómica, y estaba
preocupado, hasta sentía indignación.
—No me convencen los átomos —murmuré—. Creo que tengo derecho a que no me convenzan
los átomos. ¿Somos positivistas o no? Pues, entonces… ¿Quién ha visto el átomo? ¿Quién ha
pesado el átomo? ¿Por qué se atreve a decir nadie que es indivisible? ¿Por qué? Sobre todo, lo que más me molesta, esto lo digo en secreto, es que digan que el átomo es insecable.
Mi gato negro, creo que también tenga derecho a decir que tengo un gato negro estaba subido a
la mesa colocado sobre la Psicología celular de Haeckel, y me miraba accionar, con sus ojos
amarillos, con una indiferencia mortificante. Creí descubrir en su expresión cierto asomo de ironía,
que me parecía impropia de un subordinado y de un ser que, al fin y al cabo, vive a mis expensas.
Me levanté de la mesa y me senté en un sillón junto a la chimenea, encendí la pipa y me puse a
mirar las llamas. Mi perro gruñó porque le molestaba, apartándole del fuego.
No podía alejar mi pensamiento de la teoría atómica ni del átomo. ¡Lo insecable! ¿Hay cosa más
imbécil que lo insecable?
—El átomo es una antigualla —dije— una hipótesis que hay que destruir inmediatamente. No
existe más que la materia única. Cuando salga cualquiera con sentido científico y filosófico negará
el átomo.
Mi perro, medio dormido, me miraba de cuando en cuando de reojo con cierto respeto.
—Sí —le dije yo—. Hay que dejar esa vejez del átomo; tenemos que remontarnos más allá, al
subátomo, si se me permite la expresión.
Mi perro cerró los ojos, como aceptando la frase.
—Ya no estamos en aquellos tiempos —seguí diciendo— en los cuales llamar al oro Au y a la
plata Ag y al azufre S, significaba algo. Ya no estamos en esos tiempos. No. No estamos en esos
tiempos.
Como no me contradecía nadie, para entretenerme me puse a contemplar el fuego, que hacía
chisporrotear a las leñas sostenidas por los morillos, que representaban dos negras egipcias, y a
mirar la brasa de mi pipa. Estaba mirando ésta cuando una chispa escapada de allá se levantó en el aire y se quedó inmóvil.
Yo, escandalizado ante aquella sustracción a la ley de la gravedad, cogí las tenazas y traté de
tirar la chispa al suelo; pero ella, sin hacer caso de leyes, permaneció en su sitio y comenzó a dar
vueltas, formando círculos en el aire, hasta que… ¡paf!, reventó como un cohete en mil lucecitas de
todos colores, mates y con brillo.
Aquello me pareció ya faltar. Lentamente en aquellas chispitas se fueron dibujando formas
vagas, y, al concretarse, aparecieron figuras de hombres, mujeres, moscas, perros, cínifes y lagartos, y empezaron todos a revolotear y a danzar vertiginosamente alrededor de mi cabeza.
«¡AU! ¡Au!», ladraba un perrillo de color de oro en mis oídos.
«¡Hache! ¡Hache!», estornudaba un señor idiota, inodoro, incoloro e insípido.
«¡Br! ¡Br!», zumbaba el cínife, que exhalaba un olor acre y fuerte.
—¿Qué gentuza es ésta? —murmuré yo, indignado—. ¿Quién sois?
Entonces uno de aquellos bichos que semejaba una luciérnaga por la clase de luz que despedía, y
que silbaba como una máquina de vapor haciendo «¡Ph! ¡Ph!», se paró delante de mí
descaradamente, y me dijo:
—Somos átomos.
—¡Mentira! —grité yo—. Los átomos no existen.
—¡Ag…, ag…, ag…! —exclamó una señora vestida de blanco, con una risa argentina.
—¿Conque no existimos, imbécil? —me replicó el átomo fosforescente, con desprecio—.
¡Vosotros los hombres sí que no existís! No sois más que nuestra casa, nos servís para nuestra
alimentación, para nuestra vida; nada más.
—¡Vosotros!... Vosotros no tenéis vida —les dije yo—. ¡Qué vais a tener!
—¡Oh Humanidad, Humanidad! Siempre serás idiota —gritó el átomo fosforescente—. Ves que
nos movemos, que nos enamoramos como los hombres; eres testigo de nuestra sensibilidad y de
nuestra voluntad, y niegas que tenemos vida.
—¿Voluntad? —salté yo—. ¿No comprendes, mequetrefe, que sobre todas tus acciones pesa un
determinismo inexorable; que yo puedo hacer que contraigas matrimonio, y que te divorcies cuando
me dé la gana?
—¡Oh! ¡Oh! —dijo un átomo de oxígeno—. Eso es demasiado.
—S… S… —murmuró el átomo de azufre con un dedo sobre los labios, y añadió—: Dejarle
hablar al átomo inteligente.
—Eso que dices del divorcio —repuso la luciérnaga—, no prueba más sino que estamos más
adelantados que vosotros. ¿Qué átomo que tenga dos átomos de sentido común soporta una mujer
para toda la vida?
—Sí, eso estaría bien dicho —le repliqué yo—, si os divorciarais por gusto; pero vosotros,
desdichados, no tenéis voluntad como los hombres.
—¡Bah! —arguyó él—. Vosotros os creéis libres porque no podéis comprender el mecanismo
del trabajo atómico en vuestro cerebro, pero si nuestros actos son fatales, los vuestros lo son
también del mismo modo; somos factores de vosotros, y de fatalismos atómicos no se pueden
obtener libres albedríos humanos.
—¿Y el alma? —dije yo, recordando que en Psicología, Lógica y Ética había aprendido una
porción de martingalas para demostrar su existencia.
—¡El alma! Pchs! Esté yo en el cerebro de un hombre, y verás inteligencia; que falte este cura, y
verás estupidez.
—Pues ¿quién eres, que te das tanto tono?
—Soy un átomo de fósforo. Mira.
Y el átomo se retorció, se puso los pies en la cabeza, se convirtió en un anillo luminoso y
brillante y subió por el aire; bajó luego, y dijo:
—¿Ves? Esto es una idea.
Yo estaba atónito.
El átomo fosforescente, aprovechándose de mi estupefacción, siguió haciendo fantasías un tanto
chocarreras.
Se puso formando un aspa, y dijo:
—Ahí tienes una idea geométrica.
Luego se torció hasta trazar un ángulo agudo, Y murmuró:
—Esto es una idea de odio.
Después se despatarró, abrió los brazos, y dijo:
—Esto es un pensamiento de amor.
Yo, como he dicho, estaba atónito; los átomos danzaban a mi alrededor, chillando, gritando
todos a coro:
—¡Somos la materia única, la indivisible, lo insecable!
Al darme cuenta de estas palabras, me estremecí en mi asiento, y exclamé:
—¡Falso! ¡Falso! Estáis formados de partes.
Entonces, hombres, mujeres, perros, cínifes y lagartos estallaron; una sustancia tenue, de color
de ceniza flotó en el espacio… Me sonreí con una sonrisa alegre y triunfante…
Veía la materia única, mi X primitiva, la materia eterna y eternamente divisible…
Pero, demonio. Se me había apagado la pipa.
La vida de los átomos. Cuento. Pío Baroja.
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