viernes, 23 de mayo de 2014

El universo irracional y el raciocinio humano.


Estamos tan acostumbrados a las dimensiones de nuestro pequeño planeta Tierra y a las unidades de medida que habitualmente utilizamos en él, que llegamos a olvidarnos de la verdadera magnitud, de las hechuras de este Universo en el que vivimos.
Cuando miro al cielo, de noche, y veo todas esas estrellas lejanas titilando en la inmensidad del cosmos, a veces intento comprender cómo es que siendo nosotros unos pequeños e indefensos "animalitos", residentes advenedizos en este minúsculo planeta; uno de los dos hijos gemelos del tercer parto de una modesta y joven estrella amarilla que desde hace cinco mil millones de años gira y gira sin cesar perdida en la inmensidad de una galaxia cualquiera, nos creemos el centro del Universo.
Todo en nuestro mundo va tan rápido, estamos tan ocupados y ensimismados en lo cotidiano que,
raramente se nos ocurre pararnos a pensar qué sería  de todos y cada uno de nosotros si en el momento menos pensado, inopinadamente, se produjese algún cambio, por pequeño que este fuese, en las leyes que rigen y han regido desde que nuestro Universo existe sobre la materia y la energía. O si hubiese una alteración significativa en la esencia o la existencia de las partículas subatómicas y en su mecánica cuántica.  O en el campo de Higgs, o en la antimateria,  o en la materia y la energía oscuras. O simplemente se produjese una pequeña variación de alguno de los parámetros gravitacionales o magneto-eléctricos, que nos mantienen seguros y protegidos en esta jaula esférica magnética y voladora hecha de silicio, aluminio y hierro, en la que medramos creyéndonos los amos y señores de éste nuestro querido y poco respetado, pero a la vez imprescindible y (de momento) insustituible, planeta anfitrión. En ésta órbita espacial en la que, aupados a lomos de la Tierra, discurrimos por el Universo, con la tranquilidad del que conoce bien el camino por haberlo seguido ya, con ésta última vuelta, sesenta y dos veces, desde el principio de los tiempos (para nosotros, los humanos, esta es la primera y será la última vez que orbitemos la galaxia acompañando al planeta).
Para hacernos una idea de la grandeza de este cosmos, del que todos nosotros formamos parte, podemos imaginar, si queréis,  un sistema proporcional a pequeña escala, para tratar de, dentro de lo posible, hacer algo más comprensible dicha magnitud a nuestro cerebro.
Imaginaos que la Tierra es un grano de sal común, que orbita apaciblemente a un pequeño guisante (el Sol) situado a unos sesenta y cinco centímetros de distancia. Manteniendo la proporción de esta escala, ambos, el Sol y la Tierra, girarían aproximadamente a media distancia entre el borde y el centro de un inconmensurable plato de loza que tendría -¡Setenta y cinco mil millones de kilómetros de diámetro¡- (la Vía Láctea).
¡Es increíble cuan grande es nuestra galaxia! Incluso habiendo reducido proporcionalmente su tamaño, convirtiendo a nuestro planeta en un minúsculo grano de sal y a nuestro Sol en un guisante, aún así, no somos capaces de comprender su increíble envergadura, su diámetro atroz. A pesar de la escala que hemos utilizado (considerando al Sol del tamaño de un guisante y a la Tierra como un grano de sal), todavía es tan inmensa su extensión que equivaldría a unas quinientas veces la distancia real que separa al Sol de la Tierra.
Tan vasta es la Vía Láctea, que nuestro Sol tarda doscientos veinticinco millones de años en darle una vuelta completa. Y ya han pasado todos esos millones de años desde la última vez que nuestra estrella pasó por este mismo lugar de la galaxia (fue en éste mismo sitio en el que ahora nos encontramos, pero en la vuelta anterior, hace ahora doscientos treinta millones de años, cuando desaparecieron los dinosaurios de la faz de la Tierra para siempre)
Y, a pesar de ser tan increíblemente colosal, nuestra galaxia es sólo una de tantas, una espiral de tamaño modesto que pasa desapercibida, casi invisible, entre los cientos de miles de millones de galaxias existentes en el firmamento.  

Pero si las dimensiones de nuestra galaxia son escalofriantes, yo diría que, más aún lo son las velocidades a las que discurrimos con ella por el espacio infinito.
Veréis, como todos sabemos, un automóvil es capaz de rodar sobre una buena autopista a un par de cientos de kilómetros por hora, o poco más; el avión comercial más rápido (Airbus ZHST) puede alcanzar una velocidad de cerca de cinco mil kilómetros por hora; el vehículo más rápido, el transbordador espacial americano, escapa de la gravedad terrestre a la increíble velocidad de veintisiete mil kilómetros por hora... Alucinante ¿verdad?... de vértigo. Pues bien, agarraos a vuestros asientos, porque cualquiera de nosotros en este mismo instante, estemos de pie o tumbados, en movimiento o inmóviles sobre nuestro sistema, incluso mientras dormimos, en realidad nos estamos moviendo como centellas, mucho más rápido que cualquiera de los vehículos citados. Ya de entrada, nuestro planeta gira sobre su eje, y nosotros con él, a la nada despreciable velocidad de mil setecientos kilómetros por hora (eso en el ecuador terrestre, unos cientos menos en España). Pero es que, además, volamos como una exhalación alrededor de nuestra estrella, a más de "ciento siete mil kilómetros por hora” (has leído bien). Y aún más, todos nosotros, en compañía de nuestros planetas hermanos y del propio Sol, orbitamos el centro de nuestra galaxia a la espeluznante velocidad de casi “ochocientos mil kilómetros por hora”.
Pero eso no es todo, por si faltaba poco, nuestra galaxia tampoco está inmóvil en el cosmos, sino que huye del big bang a la incomprensible, abstrusa e irracional velocidad, de “dos millones ciento setenta mil kilómetros por hora” o, para que te hagas mejor a la idea, a “seiscientos kilómetros por segundo”. Más gráficamente, un vuelo mágico de Madrid a Nueva York en menos de diez segundos. Imagina: cierras los ojos sentado en un banco del Retiro en Madrid, y cuentas… uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve… …YA¡¡¡… ahora estás sentado en un banco de Central Park, a casi seis mil kilómetros de distancia de donde te encontrabas hace diez segundos. Para nuestro raciocinio es pura ciencia ficción.   
Lo que no deja lugar para la duda es que, en el seno abismal del cosmos infinito, y viajando a estas velocidades vertiginosas a las que todo se mueve en él, en cualquier momento puede suceder algo imprevisto. Si la Vía Láctea, o nuestro Sol, o cualquiera de los siete planetas hermanos o incluso nuestra querida Luna, sufrieran un pequeño accidente, como por ejemplo una ligera colisión con otro objeto cósmico, grande o pequeño. O si nuestra estrella madre vomitase una inmensa bola de energía, tan grande que nuestro escudo magnético terrestre no pudiese digerirlo. O si, aquí en casa, se invirtiesen los polos del campo magnético. O si, desde el universo exterior llegase hasta nosotros algún tipo de radiación letal, procedente de la explosión de alguna estrella de neutrones. O si tuviésemos la mala suerte de que un agujero negro se acercara demasiado a nosotros…, las consecuencias inmediatas, en el peor de los casos, serían que la vida en la Tierra desaparecería para siempre, (como sucedió con los dinosaurios). O, en el mejor de los casos, si no llegase a producirse una  destrucción total de la vida en el planeta, con toda seguridad, como mínimo, de suceder alguno de estos supuestos, nos veríamos obligados a comenzar de nuevo desde cero…    
Puede que llegado el caso, aunque fuese por necesidad, resurgiésemos como humanos, desde luego más humanitarios de que lo somos ahora, y puede que los que en ésta segunda oportunidad dictasen y estableciesen los axiomas y las bases de una nueva civilización, lo hiciesen con la suficiente inteligencia, lucidez y loable vocación altruista, como para que nuestra especie, la especie humana, a la que pertenecemos hombres y mujeres, todos los habitantes racionales del planeta sin excepción, creciese al margen del poder y la macro economía que ahora nos domina y esclaviza. Y, para que, en el nuevo mundo se antepusiera siempre el sentido común y la cooperación absoluta y generalizada entre todos los individuos, en contraposición al afán desmedido de lucro y de poder que ahora impera entre nosotros. Y, para que, aprendiésemos a valorar mucho más a cada uno de los individuos de nuestra especie y respetásemos  a los de las demás especies que comparten con nosotros la Tierra. Y, para que en fin, el lugar de nacimiento, el color de la piel, o el idioma de cualquier hombre, no supusiese jamás diferencia alguna en derechos humanos, en estabilidad, en confort y en calidad de vida.

Escrito por Dimas Luis Berzosa Guillén. 



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