A finales del siglo XIX Rayleigh y Jeans, dos científicos británicos, habían unificado
las leyes de radiación en una sola ley universal:
“La intensidad de la radiación emitida por un cuerpo calentado es directamente proporcional a su temperatura absoluta e inversamente proporcional al cuadrado de la longitud de onda de la luz que emite”
Aunque, en principio, parecía que esta ley se cumplía experimentalmente sin reservas, más tarde se comprobó que, en realidad, funcionaba únicamente en la parte del espectro visible en el que las ondas de luz son más largas, es decir en la zona de rojos y amarillos.
A partir de esas frecuencias la ley empezaba a ser errónea, hasta fallar completamente al ser aplicada a las ondas de luz más cortas; las azules y violetas.
Los científicos se hallaban ante una encrucijada difícil de
resolver, pues de dicha ley se podía inferir que debía de producirse una mayor
intensidad de radiación térmica cuanto más corta fuera la longitud de onda de
la luz y, lo que resultaba más desconcertante aún, que para ondas cada vez más
cortas, la radiación, consecuentemente, debía aumentar de manera indefinida. No
obstante todos eran conscientes de que esto es imposible. Es imposible que
aumente sin límite la intensidad de radiación.
A esta incongruencia en la ley de Rayleigh-Jeans se le llamó
entonces, metafóricamente, la “catástrofe ultravioleta” y vino a significar,
por extensión, la catástrofe de los principios que determinaban dicha ley, es
decir “toda la física clásica”.
Pero a finales de diciembre del año 1900, Max Karl Ernest
Ludwig Planck, un impecable científico alemán de 42 años de edad, que investigaba por qué los cuerpos cambian de color cuando se calientan, publicó un
sorprendente descubrimiento: una fórmula magistral que respondía a la
perfección a los datos experimentales pero que, sin embargo extrañamente, no podía
deducirse de las leyes de la física clásica porque, lo que Planck proponía, era
algo que venía a derrocar uno de los principios fundamentales de la física: la
continuidad de la energía.
Por aquel entonces, y desde mucho tiempo atrás, era algo
totalmente aceptado por todos los miembros de la comunidad científica el hecho
de que la materia era discontinua, y estaba compuesta por átomos o ladrillos
discretos que la constituían. Pero no así la energía, respecto a la cual todos
estaban convencidos que debía ser un fluido continuo.
Lo que Max Planck propuso era que la energía es discontinua
y está hecha de “cuantos”, palabra que, en latín (quantum), significa “cantidad”.
Así nació la MECÁNICA CUÁNTICA.
Un cuanto de luz es una cantidad muy pequeña, aún más
pequeña que la cantidad de materia que contiene un átomo. Planck estableció
además que, sus famosos cuantos, esos pequeños paquetes de los que está
compuesta la energía de las ondas de luz, son de diferente tamaño según la
longitud de onda de la radiación o, lo que es lo mismo, según el color de la
luz, cuanto más violeta es la luz, mayores son las proporciones de sus cuantos
y más pequeños cuanto más roja es.
Su fórmula, tan increíblemente simple y a la vez
absolutamente perfecta y funcional, expresa que la energía transportada por un
cuanto, es igual a la frecuencia de su radiación multiplicada por una constante
o coeficiente de proporcionalidad, que es el mismo para todas las formas de
energía conocidas.
Es decir E = h * v
Donde v es la frecuencia y h la
constante de Planck o el también llamado “cuanto de acción”.
Su magnitud es igual a 6,62606896 multiplicado por 10
elevado a menos 27, o numéricamente:
0,0000000000000000000000000006 ergios por segundo.
Esa extrema pequeñez es la que hace que veamos todas las
fuentes de luz emitir su energía con continuidad pues la increíble velocidad
con la que se suceden tan diminutos “cuantos” hacen imperceptible para el ojo
su discontinuidad.
Al principio, aunque la fórmula se cumplía en la práctica,
los científicos de la Academia de Ciencias de Berlín, donde Planck presentó su
descubrimiento, no la aceptaron de buen grado puesto que no se deducía de la
teoría aceptada y consensuada por todos hasta entonces, así que permaneció
varios años olvidada, hasta que en 1905 Einstein publicó su teoría del efecto fotoeléctrico en los metales, en la que se demostraba que la luz es un flujo de
cuantos de energía a los que llamó fotones.
De esa forma se reconoció por fin
el descubrimiento de Max Planck, y desde entonces se le proclamó -Padre de la
Física Cuántica-.
No hay comentarios:
Publicar un comentario