lunes, 9 de diciembre de 2013

Apellidos toponímicos.



Conforme fue aumentando el número de habitantes de las muchas villas, aldeas y lares de nuestra geografía en la Edad Media, y dado que en muchas ocasiones se agotaba el santoral y los nombres propios de los pobladores debían repetirse en diferentes personas, se fue haciendo cada vez más necesario el uso de los sobrenombres para poder identificar y diferenciar a los diferentes individuos de una comunidad.

Cuando las personas objeto de dichos sobrenombres eran oriundas de la propia localidad, se le solían adjudicar apelativos, apodos o sobrenombres referentes a sus oficios, vocaciones, vicios, defectos, particularidades físicas, etc. 
O, lo que era más común aún, se les añadía el nombre del padre, añadiéndole la terminación –ez, (que significa <hijo de> en Castellano antiguo).
Por ejemplo a Lope, el hijo de Martín, para diferenciarlo de Lope, el hijo de Rodrigo, se le llamaba Lope Martínez y al otro Lope Rodríguez. De esta forma surgieron los patronímicos, de los que ya hablamos en la entrada anterior.

Pero, como es el caso que ahora nos ocupa, si los nuevos individuos que se asentaban en la población eran foráneos, se les solía distinguir con sobrenombres que hacían referencia a su lugar de procedencia. Así surgieron los toponímicos.

Si, a nuestro Lope Martínez, se le hubiera ocurrido por ejemplo trasladarse desde su Ocaña natal a, pongamos por caso, la villa de Úbeda, en esta ciudad, en caso de existir ya un hijo de Martín, a nuestro protagonista se le habría conocido probablemente como Lope Martínez el de Ocaña, que abreviando sería: Lope Martínez Ocaña.

Suelen atribuirse también, muchos de nuestros toponímicos, a los judíos residentes en España en mil trecientos noventa y uno, año a partir del cual se vieron obligados a acoger la fe cristiana, a consecuencia de las revueltas anti-judías que tuvieron lugar entonces en Andalucía y en los reinos de Castilla y Aragón.

Para camuflase y pasar desapercibidos, la mayoría de aquellos judeoconversos, adoptaron por apellidos los nombres de las ciudades en las que residían (Zamora, Toro, Ocaña, Castilla, Toledo...).

En otros casos, los toponímicos, procedían de referencias geográficas más que de pueblos o ciudades. Así: los Robledo, procedentes de un lugar con abundancia de robles. O los Mata, los Naranjo, Perales, Del Monte, Del Río, Lago, Arribas, Toro, Espina, Ortega, Cabrera, Serrano, Aránzazu, Bolibar (molino en la ribera), Uribe (los de abajo), Aguirre (descampado), Aguilar (lugar de águilas)…

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