Los mamíferos, al igual que las aves, somos animales homeotermos (de sangre caliente) con capacidad de termo-regulación, es decir, podemos mantener constante la temperatura interior de nuestros cuerpos, entre 34 y 38 grados celsius según la especie, independientemente de las variaciones de temperatura que se produzcan en el ambiente en el que nos encontremos.
La producción de calor (termogénesis), supuso en la prehistoria una ventaja crucial de nuestra especie sobre los reptiles y demás poiquilotermos (animales de sangre fría), para adaptarse a climas difíciles y a periodos de frío intenso sobre el planeta.
Nuestra temperatura corporal (entre 36 y 37 grados centígrados), óptima para el metabolismo animal y adecuada para protegernos de infecciones causadas por hongos, fue trascendental en el éxito adaptativo de nuestra especie.