Hace ya algunas décadas, desde que la física cuántica se
popularizó gracias a la encomiable labor altruista y desinteresada de algunos
científicos y divulgadores, en algunos
círculos pseudocientíficos y oscurantistas, seguramente promovido por personas
desinformadas y/o con ánimo de lucro, comenzó a extenderse el rumor de que,
según podía inferirse de los resultados obtenidos en los experimentos más
avanzados llevados a cabo en los modernos aceleradores de partículas, debía ser
posible intervenir, o al menos influir en mayor o menor medida, en la
materialización, o no, de ciertos aspectos de la realidad, por el mero hecho de
observarlos, e incluso, según algunos, aún
más osados, sería posible manipular la realidad no ya observándola, si
no simple y llanamente mediante la injerencia del pensamiento de un hipotético observador.
Seguramente el citado rumor pudo suscitarse en gran medida
gracias al famoso experimento imaginario de Erwin Schrödinger, consistente en
introducir en una caja a un gato, junto con una ampolla llena de un gas
venenoso acoplada a un dispositivo que se accionaría imprevisiblemente cuando
el núcleo del átomo radioactivo que lo gobierna emitiese una partícula por desintegración,
hecho que puede suceder o no, con un cincuenta por ciento de probabilidad, a lo largo de toda la vida del material, por
lo que transcurrido un cierto periodo de tiempo ya no sería posible saber si el
gato estará vivo o muerto, lo cual no se podría averiguar, obviamente, hasta
que no abriésemos la caja y mirásemos en su interior. Es decir, hasta que no
interviniese en el experimento un “observador”
Pero, por supuesto, cuando Schrödinger, que no tenía nada de
antropocéntrico, se refería al “hipotético observador”, no quería decir literalmente -hasta que un “ser humano” mire dentro de la caja- si no hasta que
cualquier sistema de medida, o dispositivo de control, realice la comprobación
del estado vital del gato. Porque sería de descerebrados creer que los seres
humanos somos el centro de la existencia y que la naturaleza se comporta de una
forma u otra en función de que nosotros la observemos o no.
En cierto modo, lo que Schrödinger, al proponer este
experimento formalmente en 1935, estaba intentando dejar patente, es cuán
absurdo resulta intentar equiparar la extraña realidad que observamos en los
experimentos de la mecánica cuántica, o el mundo de lo muy pequeño, donde las
partículas se comportan de forma imprevisible; como lo atestiguan el principio
de incertidumbre, la dualidad onda-corpúsculo o el entrelazamiento cuántico,
con la realidad que nosotros podemos observar en la cotidianeidad de la
mecánica clásica, o el mundo de lo muy grande, en donde rigen la física
newtoniana y la relatividad general de Einstein, que predicen con rigor el
comportamiento de la energía y la materia, que evoluciona y se comporta estadísticamente
de forma previsible en función de la tendencia de la mayoría de los átomos que
la conforman.
Por cierto, habría servido también para demostrar lo absurdo
de la proposición otro experimento, más prosaico e incruento, consistente en
lanzar una moneda al aire, recogerla sin mirar, y asegurar que hasta que no
abramos la mano y la observemos, la moneda no dejará de estar en cara y cruz a
la vez, materializándose en una u otra posibilidad definida solo bajo la mirada
del “observador”.
Otro experimento, llevado a cabo por Thomas Young en 1801, casi cien años antes de que
Max Planck propusiera por primera vez los principios básicos de la mecánica
cuántica, es el llamado experimento
de la doble rendija, que contribuyó seguramente a fomentar también las
interpretaciones mágicas de la mecánica cuántica.
En este caso, Young pretendía averiguar si la luz era una partícula o una
onda y para ello diseñó un experimento consistente en hacer pasar la luz de
una vela al interior de una cámara
oscura a través de dos pequeñas rejillas, así comprobó que la luz se difractaba
creando un patrón de interferencias en el fondo de la caja oscura y demostró la
dualidad onda-corpúsculo de la materia y la energía.
Este mismo experimento fue retomado muchos años después
por Richard Feynman, quien propuso que fuese realizado no con un rayo de lux, si no con fotones discretos, emitidos de uno en uno sobre una pantalla
ubicada tras un panel opaco en el que se habrían troquelado dos pequeñas
rendijas.
Se comprobó que, si una de las rendijas estaba obstruida,
los fotones que alcanzaban la pantalla impactaban siempre en un área situada
tras la rendija abierta. Pero, inopinadamente, si las dos rendijas estaban
abiertas, los fotones, a pesar de ser emitidos de uno en uno, creaban un patrón
de interferencia de zonas claras y oscuras alternadas. Es decir, con las dos
rendijas abiertas, los fotones individuales y consecutivos, no formaban dos
zonas claras de impacto (una tras cada rendija), como debía suceder si la luz
estuviese hecha de partículas o pequeñas bolitas, si no una franja continuada y
repetitiva de impactos de luz y oscuridad, tal y como sería de esperar si la
luz fuese una onda.
Para tratar de averiguar el porqué de este extraño
comportamiento, se repitió el experimento años después, esta vez con electrones,
y además se colocaron dos detectores, uno junto a cada una de las rendijas, para
determinar por cuál de ellas pasaría el electrón antes de alcanzar la pantalla.
Sorprendentemente, al “observar” el paso de los electrones y
ubicarlos mediante los citados detectores de paso, estos impactaron en dos zonas definidas tras las
rendijas, (como sucedía cuando una de las rendijas estaba cerrada), dejando de
aparecer el patrón de interferencia, aún estando las dos rendijas abiertas y
solo por el mero hecho de ser observados.
Hoy se sabe, gracias a Heisenberg, a Bohr, a Schrödinger, y otros, que este
comportamiento de las partículas es debido al principio de incertidumbre y a la función de onda. Estos principios explican que las partículas subatómicas, si
están aisladas, no se encuentran en una ubicación espacial determinada, si no
que estarán en muchísimos lugares a la
vez. Pero si son observadas para definir su localización exacta, se las
encontrará entonces en ciertos lugares con mayor probabilidad que en
otros. Es decir un electrón, por ejemplo, puede encontrarse en cualquier
posición a lo largo y ancho del campo electro-magnético pero,
probabilisticamente, será más fácil encontrarlo en determinados lugares de este
campo que en otros. Cuando la partícula es “observada” (es bombardeada con
fotones para iluminarla y así poder verla y determinar su localización) es
cuando colapsa y deja de estar en todos los lugares en los que puede estar,
para materializarse entonces en una única ubicación exacta y observable.
Este hecho precisamente, fue el que llevó a confusión a los
pseudocientíficos, quienes pensaron que la realidad se materializa al ser
observada. Como si mientras no miremos a la materia que nos rodea, compuesta de
infinidad de átomos y partículas subatómicas, esta estará en todas partes a la
vez, y solo se materializará en un lugar concreto y, por tanto, adquirirá
consistencia cuando sea observada por nuestros ojos, o medida con un detector
de posición. Pero lo cierto y verdad es que no sucede realmente así.
Ciertamente la materia que nos rodea, aunque debido a su función de onda está
en todas partes a la vez, no colapsa y se materializa al ser observada, si no
que ya ha colapsado y se encuentra en una ubicación exactamente determinada y
determinable, porque no está aislada. Porque ninguna partícula subatómica está aislada y sola en ningún lugar, si no que todas y cada una de ellas interaccionan continuamente con los fotones o con
otras partículas. La materia está formada por átomos que interaccionan y se
enlazan para formar moléculas, que son la base de los seres animados e
inanimados de la naturaleza. La materia está donde está, la observemos o no,
precisamente porque está colapsando o ya ha colapsado en la ubicación espacial
en donde la observamos al enlazarse para crear moléculas y cuerpos
macromoleculares.
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