La palabra ‘cuántico’ fue introducida en las Ciencias Físicas en el transcurso del año 1900 por el prestigioso físico alemán, doctorado en la Universidad de Munich, Max Planck.
Planck, ya entonces, fue capaz de resolver lo que los
científicos denominaban “la catástrofe ultravioleta”; un problema de la Física
de su época; un fallo del que adolecía la teoría clásica del electromagnetismo
cuando se intentaba explicar la emisión electromagnética. Pues esta predecía,
según la fórmula de Rayleigh-Jeans, que las emisiones de energía a altas
frecuencias (en el rango de la luz ultravioleta) debían aportar una cantidad
total de energía radiada infinita, algo completamente imposible según los
postulados de la conservación de la energía.
Planck intuyó la solución y resolvió aquel problema al
postular que la energía no es continua sino que se propaga en cantidades
indivisibles elementales, a las que él denominó “quantas” (cuantos), de ahí el
nombre actual de la Física de Cuantos o Física Cuántica.
Hoy es bien conocido el hecho de que toda la radiación del
espectro electromagnético (la luz que es visible a nuestros ojos y también la que es invisible para nosotros; que abarca desde las microondas hasta los rayos
gamma pasando por el infrarrojo, la luz visible, el ultravioleta, etc.) está
hecha de aquellos pequeños paquetes o cuantos de energía que postuló Planck, a
los que Einstein bautizó como fotones.
Pero antes de “meternos en harina” con el ordenador
cuántico, hagamos una breve y simplificada descripción de la historia de
nuestro Universo, para comprender algo más sobre los átomos, su formación y su
funcionamiento.
Hace más de trece mil millones de años, algún tiempo después
de que tuviese lugar el Big-Bang y gracias al surgimiento del espacio y el
tiempo, la sopa primigenia de quarks y gluones comenzó a expandirse y a
enfriarse, y por tanto a condensarse, formando ínfimos grumos de materia, a los
que hoy llamamos protones y electrones. Algún tiempo después surgió la Fuerza
Electromagnética y cada protón atrajo a un electrón, formándose así los átomos
primigenios de hidrógeno. Con el paso del tiempo, sutil y lentamente, la
expansión espacial y fuerza de la Gravedad fueron haciendo que los átomos de
aquel gas prístino de hidrógeno disperso se fuesen amontonando unos sobre otros
al caer en el interior de las leves depresiones del tejido espacio-temporal, aquellos
pequeñísimos amasijos de hidrógeno, al aumentar su masa y por tanto su peso,
hollaban cada vez más el recién inaugurado espacio-tiempo provocando que las depresiones
se fuesen haciendo mayores conforme más y más átomos de hidrógeno caían en su
interior. De esta forma, en el interior de aquellas gigantescas depresiones, se
formaron las primeras estrellas, gigantescos sacos de átomos cuyo peso fabuloso
presionaba más y más y comprimía a los átomos más internos, venciendo incluso
la enorme fuerza de repulsión existente entre protones, hasta conseguir que los
núcleos de aquellos átomos prístinos se viesen obligados a albergar dos
protones en vez de uno solo, y después tres, cuatro, cinco, seis, siete… y hasta
veintiséis en la primera fase, formándose de esta manera consecutiva los nuevos
y hasta entonces desconocidos elementos: Helio, Litio, Berilio… hasta el
hierro. Llegados a este punto de presión en el interior de las estrellas los
protones se acercaron unos a otros hasta el límite y la Fuerza Nuclear Fuerte
se liberó venciendo a la Fuerza de la Gravedad, y aquellas estrellas explotaron
expandiendo los nuevos elementos que se habían formado en su seno por todo el
Universo…
La historia de la génesis estelar continúa en otras fases
hasta alcanzar la formación del Uranio, el elemento más pesado de la naturaleza
(con 92 protones, 92 electrones y entre 142 y 146 neutrones por átomo), pero
nosotros vamos a detenernos aquí, pues lo que queríamos explicar era cómo de
protones y electrones individuales se formaron los átomos de los elementos
químicos que hoy encontramos en la naturaleza.
Todos los átomos contienen entre uno (hidrógeno) y noventa y
dos protones (Uranio) en el interior de sus núcleos y también algunos neutrones
que sirven para compensar la repulsión eléctrica entre los protones y procurar
la estabilidad de los mismos.
A cada átomo lo rodean tantos electrones como protones
existan en su núcleo. Un átomo de oro, por ejemplo, que cuenta con 79 protones,
es orbitado por otros tantos electrones que se agitan a su alrededor distribuidos
en seis niveles distintos de energía. Cuando un electrón recibe un cuanto de energía
o, lo que es lo mismo, es golpeado por un fotón, salta a una órbita más
energética. Después, el electrón energizado por el fotón exterior, que ahora se
encuentra en una nueva órbita que por ser inducida es inestable para él, volverá
a su antigua órbita en cualquier momento, devolviendo aquella energía que se le
entregó, en forma de un nuevo fotón que será emitido hacia el exterior del
átomo.
La ubicación de los electrones en los átomos, también, como
la propia energía, está cuantizada, es decir, los electrones no pueden residir
a cualquier distancia del núcleo atómico, sino solo y exclusivamente en ciertos
niveles. Podríamos compararlo con los niveles de los edificios en los que
residimos las personas; un individuo sólo puede residir en un piso situado en
una planta determinada, en la primera, en la segunda, en la tercera…, pero no
en la primera y media, o en la segunda y tres cuartos… Por otra parte en cada
planta de cualquier edificio de viviendas hay un número determinado de pisos
por planta, y también alrededor del núcleo atómico hay un determinado número de
huecos, o localizaciones, donde pueden vivir los electrones, dentro de cada órbita
o nivel energético.
Pues bien, aprovechando estas y otras propiedades de los átomos
y los electrones, los científicos que en la actualidad se dedican a elucubrar
cómo se podría construir un ordenador cuántico se afanan por hallar la manera
de llevar esta propuesta a la práctica para construir una de esas máquinas
futuristas que revolucionaran a la humanidad en un futuro no muy lejano: Los
ordenadores cuánticos.
Cuando ya explicamos en el post anterior, en la actualidad podemos
hacer cálculos muy complejos y sumamente veloces en cualquier ordenador
personal o profesional simplemente convirtiendo los datos con los que queremos
operar a numeración binaria, es decir usando “ceros” y “unos” y operando con
álgebra binaria. Pero imaginad si pudiésemos utilizar otro tipo de numeración
en la que (a diferencia de la binaria que solo dispone de dos estados) cada
dígito pudiese tener tres, cuatro, diez (como nuestro sistema de numeración
decimal) o incluso cien… o más estados diferentes. La potencia de cálculo de las
máquinas que fuesen capaces de realizar cálculos utilizando dicha notación se
multiplicaría por un factor casi infinito.
Quizás esto podría conseguirse pronto si aprendemos a
utilizar ciertos átomos para computar nuestros datos utilizando la información
de los estados y niveles energéticos de sus electrones. Un átomo mediano puede
albergar en su interior muchísimos estados diferentes a la vez, entonces, en
vez de usar como se hace ahora una celda de memoria de silicio que puede
albergar en su seno dos datos (un uno o un cero), podríamos utilizar bytes de
ocho, dieciséis, treinta y dos, o más átomos y entonces cada byte sería en
realidad como un pequeño ordenador atómico. Un solo byte de ocho Q-bits (bit
cuánticos) sería casi tan poderoso como cualquier laptop básico de los usados
en la actualidad, y si pudiésemos Implementar en una sola máquina cientos de
esos bytes de tan solo ocho Q-bits cada uno… Imaginad la potencia de esa (aún
hipotética) máquina. Ese es el sueño de quienes investigan hoy para hacer realidad
el ordenador cuántico.
Otros científicos, en vez de desarrollar Q-bits con átomos
completos, abogan por crear Q-bits con electrones individuales, atrapados en
trampas de superconductores o de otro tipo. Ellos estudian la posibilidad de
manipular a voluntad las propiedades de los electrones atrapados codificando
sus estados como bits cuánticos.
Existen otros planteamientos diferentes sobre cómo deben ser los Q-bits y otros planteamientos de como deben operar. En realidad aún no se han puesto completamente de acuerdo los científicos en cómo deben ser y cómo deben operar los Q-bits y, en general, los ordenadores cuánticos, pero uno de estos días alguien dará por fin con una solución factible y entonces comenzarán a fabricarse y a perfeccionarse.
Por otra parte, paralelamente y siempre pendientes de los últimos avances en la consecución de Q-bits operativos, multitud de ingenieros informáticos, programadores, físicos y matemáticos se afanan en construir los algoritmos que deberán ser la base de la programación que correrá en esos poderosos ordenadores, para que sean capaces de desplegar toda su potencia de cálculo y trasportar a la humanidad a una nueva era tecnológica.